La Casa de la Muñeca

La historia que estás a punto de leer no es mía, sino de Juan y su abuelo Francisco. Ambos trabajaban como agentes de mudanza: ayudaban a las familias a llevar sus pertenencias a nuevas casas, a nuevos comienzos. Pero aquel día no llevaron esperanza, sino el peso de una maldición.
Habían sido contratados por unos extranjeros para trasladar muebles a una casa escondida entre los árboles del bosque. Nadie en el pueblo había oído hablar de que alguien viviera allí. Era una mansión enorme, con ventanas tapiadas y un aire denso, como si el bosque la estuviera devorando.
Pero el trabajo era trabajo, así que fueron.
Los recibieron varios hombres serios, de acento extraño. Todo parecía normal: descargar cajas, mover muebles. Hasta que Juan pidió ir al baño. Le indicaron el pasillo del fondo.
Dentro, el aire era frío, el silencio tan profundo que solo se oía el goteo del grifo.
Cuando terminó y se lavó las manos, vio una silueta detrás de él en el espejo. Alta, quieta, borrosa.
Se giró de golpe. No había nadie.
Rió nervioso, convencido de que era su vista cansada. Pero entonces sintió un toque helado en el hombro.
Gritó.
Los extranjeros subieron corriendo. Juan esperaba que se alarmaran, pero no.
Al contrario, parecían interesados.
“Debe ser la muñeca”, murmuró uno.
“Quizás está en las rejillas del baño”, dijo otro.
Juan no entendía nada. ¿Una muñeca?
Uno de ellos lo miró con desdén. “Estás estorbando”, le dijo antes de que todo se volviera negro.
Despertó aturdido, amarrado junto a su abuelo. Frente a ellos, los extranjeros revolvían cajas, murmurando sobre “el objeto” y “el ritual”.
Juan intentó llamar a su abuelo, pero el hombre estaba pálido, temblando.
De pronto, empezó a convulsionar. Los ojos en blanco, los huesos crujiendo.
Y de su garganta, emergió una llave.
Una llave cubierta de sangre y gritos.
Los extranjeros la tomaron con codicia, pero entonces algo cambió.
En la esquina, sobre una mesa, una muñeca de trapo los observaba.
Pequeña. Sucia. Con un hilo rojo en el cuello.
Uno de ellos intentó tocarla… y perdió la razón.
Comenzó a disparar, gritando palabras en un idioma que Juan no conocía.
Los demás respondieron, las balas silbaban, los cuerpos caían.
Juan aprovechó el caos, tomó la llave empapada de sangre de su abuelo —ya sin vida— y corrió escaleras arriba.
En el último piso encontró una puerta antigua. La llave encajó perfectamente.
El interior era una pesadilla:
Un pentagrama hecho con sangre seca, mechones de cabello, uñas, y velas casi consumidas.
En medio, una carta amarillenta.
Juan la tomó con manos temblorosas y comenzó a leer:

“No busco perdón, ni siquiera el de Dios.
Estoy condenado. Fui un hombre con familia, con amor, con todo… hasta que quise más.
Hice un pacto. El recipiente fue una muñeca.
Robé la muñeca de mi hermana pequeña.
Al principio, me dio lo que deseaba, pero su poder pedía sangre.
Primero murió mi madre. Luego mi padre… quien, en su locura, mató a mi hermana y después se cortó la garganta.
Yo los encerré entre las paredes de esta casa, y subí con la muñeca y la llave.
La tragué para que nadie pudiera liberar el mal.
Si lees esto… quema la casa.
No la toques. No la mires.
Que Dios tenga piedad de tu alma.”

El corazón de Juan latía con fuerza.
Corrió hacia la planta baja. Encontró un bidón de gasolina y comenzó a rociarlo por toda la casa.
Pero detrás de él se oían pasos.
El último extranjero lo seguía… con la muñeca en brazos.
Juan encendió su encendedor. El hombre rugió, corriendo hacia él.
Se lanzaron el uno contra el otro, cayendo por el pasillo en llamas.
Juan logró soltarse y, en un acto desesperado, arrojó el encendedor hacia el interior.

Las llamas estallaron.
La casa rugió como un animal herido.
Los gritos se mezclaron con risas infantiles, y la muñeca cayó, ardiendo, con los ojos brillando por última vez.

Nulla rutrum placerat arcu. Nulla sed accumsan lacus, vitae bibendum ex. Nam sit amet magna a lectus tempor elementum. AliquJuan logró escapar por una ventana rota.
Desde lejos, vio la casa consumirse entre el fuego y el bosque.
Pero antes de perderse entre los árboles…
juraría haber escuchado una risa pequeña, detrás de él, susurrando:
Aún tengo la llave…

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