En casa de mi tía abuela siempre había reglas.
No correr, no gritar, no tocar los retratos… y nunca entrar en la habitación del fondo.
Decía que ahí dentro había un espejo maldito. Que si lo mirabas por mucho tiempo, él te devolvía algo más que tu reflejo.
De niños, mis primos y yo lo tomábamos como una leyenda familiar. Hasta que una noche, por curiosidad o por necedad, decidimos comprobarlo.
Era una noche de tormenta.
Las luces parpadeaban y los truenos hacían retumbar los muros viejos. En la casa olía a madera húmeda y a cera de velas. Mi tía dormía en su cuarto, y el resto de la casa estaba en penumbra, como si las sombras se hubieran apoderado del aire.
Nos deslizamos por el pasillo con una linterna. Cada paso hacía crujir el piso, y el viento gemía entre las rendijas de las ventanas.
La puerta del fondo estaba entreabierta, apenas lo suficiente para dejar salir un olor a polvo antiguo… y algo más, algo agrio, como flores podridas.
Empujamos la puerta.
Dentro, había una sola cosa cubierta por una sábana blanca.
Cuando la quitamos, la linterna iluminó un espejo enorme, con marco dorado ennegrecido por los años.
Pero no era un espejo común.
El reflejo no coincidía del todo.
La habitación reflejada se veía más oscura, más vieja, con telarañas donde no había, y una silueta borrosa en el fondo.
—¿Viste eso? —susurró mi prima.
—No hay nadie —le dije, pero mi voz tembló.
Nos acercamos, y la figura del fondo se fue aclarando.
Era una mujer. Alta, con un vestido negro rasgado y el cabello pegado al rostro.
Estaba detrás de nosotras… en el reflejo.
Giramos de golpe.
No había nadie.
Volvimos a mirar el espejo.
La mujer sonreía.
Sus labios eran finos, estirados, y los dientes… demasiado afilados.
Puso una mano en el vidrio desde dentro.
Y la superficie onduló como agua, dejando una huella húmeda en el lado real.
La linterna titiló.
El reflejo empezó a moverse solo.
Nuestros cuerpos reflejados seguían quietos, pero la mujer se inclinó entre ellos y nos susurró desde el otro lado:
“No me dejen sola otra vez.”
Corrimos.
La puerta se cerró sola con un estruendo, y la casa entera se estremeció.
Al día siguiente, mi tía encontró el espejo con una grieta que atravesaba su superficie.
Cuando nos vio pálidas, solo dijo:
“Les advertí que no la despertaran.”
Nunca volvió a hablarnos del tema.
Meses después, la casa fue demolida.
Pero cuentan que entre los escombros, al atardecer, se ve un marco dorado brillando entre el polvo, y si te atreves a mirarlo… hay un rostro que te devuelve la mirada, aunque tú no estés ahí.
No correr, no gritar, no tocar los retratos… y nunca entrar en la habitación del fondo.
Decía que ahí dentro había un espejo maldito. Que si lo mirabas por mucho tiempo, él te devolvía algo más que tu reflejo.
De niños, mis primos y yo lo tomábamos como una leyenda familiar. Hasta que una noche, por curiosidad o por necedad, decidimos comprobarlo.
Era una noche de tormenta.
Las luces parpadeaban y los truenos hacían retumbar los muros viejos. En la casa olía a madera húmeda y a cera de velas. Mi tía dormía en su cuarto, y el resto de la casa estaba en penumbra, como si las sombras se hubieran apoderado del aire.
Nos deslizamos por el pasillo con una linterna. Cada paso hacía crujir el piso, y el viento gemía entre las rendijas de las ventanas.
La puerta del fondo estaba entreabierta, apenas lo suficiente para dejar salir un olor a polvo antiguo… y algo más, algo agrio, como flores podridas.
Empujamos la puerta.
Dentro, había una sola cosa cubierta por una sábana blanca.
Cuando la quitamos, la linterna iluminó un espejo enorme, con marco dorado ennegrecido por los años.
Pero no era un espejo común.
El reflejo no coincidía del todo.
La habitación reflejada se veía más oscura, más vieja, con telarañas donde no había, y una silueta borrosa en el fondo.
—¿Viste eso? —susurró mi prima.
—No hay nadie —le dije, pero mi voz tembló.
Nos acercamos, y la figura del fondo se fue aclarando.
Era una mujer. Alta, con un vestido negro rasgado y el cabello pegado al rostro.
Estaba detrás de nosotras… en el reflejo.
Giramos de golpe.
No había nadie.
Volvimos a mirar el espejo.
La mujer sonreía.
Sus labios eran finos, estirados, y los dientes… demasiado afilados.
Puso una mano en el vidrio desde dentro.
Y la superficie onduló como agua, dejando una huella húmeda en el lado real.
La linterna titiló.
El reflejo empezó a moverse solo.
Nuestros cuerpos reflejados seguían quietos, pero la mujer se inclinó entre ellos y nos susurró desde el otro lado:
“No me dejen sola otra vez.”
Corrimos.
La puerta se cerró sola con un estruendo, y la casa entera se estremeció.
Al día siguiente, mi tía encontró el espejo con una grieta que atravesaba su superficie.
Cuando nos vio pálidas, solo dijo:
“Les advertí que no la despertaran.”
Nunca volvió a hablarnos del tema.
Meses después, la casa fue demolida.
Pero cuentan que entre los escombros, al atardecer, se ve un marco dorado brillando entre el polvo, y si te atreves a mirarlo… hay un rostro que te devuelve la mirada, aunque tú no estés ahí.


“¡Wow, qué relato! Sinceramente, la parte más escalofriante para mí no fue ver a la mujer, sino cuando el reflejo empezó a moverse solo y nos susurró ‘No me dejen sola otra vez’.